¿Por qué no hay que limpiar los ríos?
infoJUCAR | Una
explicación a una de las demandas más recurrentes de la sociedad, especialmente
tras grandes avenidas e inundaciones
© Dr. Alfredo Ollero Ojeda - Profesor Titular de
Geografía Física de la Universidad de Zaragoza |
Cada vez que asistimos a la crecida de un río emergen las voces de los
habitantes ribereños −alcaldes, agricultores y cualquier persona de la calle−
reclamando la “limpieza” del cauce y asegurando, además sin ningún género de
duda por su parte, que la inundación está siendo grave “por culpa de que el río
no está limpio”.
Esta interpretación
popular de los hechos, tan errónea como abrumadoramente unánime, resulta muy
llamativa y se manifiesta en ríos grandes y pequeños y en cualquier rincón de
la Península. Los medios de comunicación, además, no la ponen en duda, y
constituyen un altavoz permanente de esta demanda.
La idea de que “hay que
limpiar el río” está, por tanto, profundamente enraizada. Quizás provenga de esa
mentalidad ancestral de tantas labores de manejo tradicionales, como eliminar
la maleza y mantener “limpios” los bosques para que no se quemen. Quizás sea
porque en el pasado los cauces se “limpiaban” con frecuencia y sin
contemplaciones, sabiendo que no servía de nada, a modo de “actuación placebo”,
pero se hacía para mantener callado y agradecido al personal y para ganar
votos. En una encuesta reciente en Francia solo los mayores de 65 años siguen
planteando esta medida para luchar contra las inundaciones (“es algo simbólico,
la tradición, aunque no sea efectivo”). Quizás sea porque en España aún se
sigue haciendo cuando se puede, es decir, cuando se pueden evitar o regatear
las normativas ambientales. Así, los gestores públicos se acogen a los procedimientos
de emergencia (sinónimo de ausencia de control ambiental) tras cada crecida
para meter las máquinas “limpiadoras” en el río. Quizás sea que hay intereses
económicos en estas prácticas, dinero público disponible para ello y fuerte
presión desde las empresas del sector a los organismos de gestión. Quizás sea
también porque es difícil para los afectados convivir con las inundaciones y se
aferran al recurso de pedir, que es gratis, y si la “limpieza” se aprueba saben
que no les va a costar un euro.
Sea cual sea la causa,
no hay crecida en la que no se demande la “limpieza del río”, incluso con mayor
intensidad que otras típicas frases recurrentes como “si no fuera por los
embalses esto habría sido una catástrofe”, “qué pena, cuánta agua se va a
perder en el mar” o “vamos a eludir las trabas ambientales para ayudaros”,
pronunciadas sin rubor por políticos y gestores de turno.
El tinglado está montado
así. Y, desde luego, las aseveraciones de los científicos contra estas malas
prácticas poco o nada se tienen en cuenta.
¿En qué consiste realmente limpiar
un río?
Habría que poner siempre
“limpiar” entre comillas, porque es una expresión inexacta aunque sea tan
tradicional. Realmente limpiar es eliminar lo que está sucio, por lo que en
este caso este verbo debería restringirse a eliminar la basura (residuos de
procedencia humana) que pueda haber en los ríos.
Pero cuando se pide
”limpiar un río” no se pretende liberarlo de basuras, sino eliminar sedimentos,
vegetación viva y madera muerta, es decir, elementos naturales del propio río.
Se demanda, en definitiva, agrandar la sección del cauce y reducir su rugosidad
para que el agua circule en mayor volumen sin desbordarse y a mayor velocidad.
Este es uno de los objetivos de la ingeniería tradicional, por lo que hay
abundante teoría y experiencia al respecto, y se basa en una visión del río muy
primaria y obsoleta, simplemente como conducto y como enemigo, en absoluto se
contempla como el sistema natural diverso y complejo que realmente es.
Técnicamente, por tanto,
“limpiar” es intentar aumentar la sección de desagüe y suavizar sus paredes o
perímetro mojado, es decir, dragar y arrancar la vegetación. Y para ello se
destruye el cauce, porque se modifica su morfología construida por el propio
río, se rompe el equilibrio hidromorfológico longitudinal, transversal y
vertical, se eliminan sedimentos, que constituyen un elemento clave del
ecosistema fluvial, se elimina vegetación viva, que está ejerciendo unas
funciones de regulación en el funcionamiento del río, se extrae madera muerta,
que también tiene una función fundamental en los procesos geomorfológicos y
ecológicos, y se aniquilan muchos seres vivos, directamente o al destruir sus
hábitats. En definitiva, el río sufre un daño enorme, denunciable de acuerdo
con diferentes directivas europeas y legislación estatal.
Estas prácticas se
realizan con maquinaria pesada, sin vigilancia ambiental, sin información
pública y sin procedimiento de impacto ambiental. En nuestro país siguen siendo
muy generalizadas y constituyen una de las principales causas de deterioro de
nuestros valiosos ecosistemas fluviales. Por poner un ejemplo, en 2005 −época
de “vacas gordas”−, se “limpiaron”, es decir, se destruyeron salvajemente, 150
km de cauces solo en la pequeña cuenca del río Arba (provincia de Zaragoza),
invirtiendo mucho dinero para el que en aquel momento no supieron encontrar un
mejor destino. Hoy algunos de esos cauces masacrados no han podido recuperarse
todavía, pero otros sí lo han hecho, presentando de nuevo un aspecto afortunadamente
bastante natural, por lo que si ahora hubiera dinero podrían ser objeto de una
nueva e inútil actuación de “limpieza”.
Una acción inútil y contraproducente
Los daños
geomorfológicos y ecológicos provocados por las “limpiezas” fluviales son
enormes y justifican por sí mismos que estas prácticas deberían estar
radicalmente prohibidas. Pero es que, además, son acciones que en nada
benefician al medio socioeconómico, a aquéllos que las demandan.
En primer lugar las
“limpiezas” son inútiles, ya que en el siguiente episodio de aguas altas o de
crecida el río volverá a acumular materiales en las mismas zonas “limpiadas”,
recuperando en buena medida una morfología muy próxima a la original. Si se
draga el cauce, en las primeras horas de la siguiente crecida sedimentos
movilizados rellenarán los huecos. Si solo se piensa a corto plazo, a unos
meses vista, sí puede que se haya ganado una poca capacidad de desagüe
(pensemos que en grandes ríos eliminar una capa de gravas de su lecho aumenta
mínimamente la sección de la corriente desbordada, es un efecto
despreciable[1]), pero a medio y largo plazo la inversión no habrá valido la
pena y si se quiere mantener dicha capacidad de desagüe habrá que seguir
“limpiando” una y otra vez. Tras la pequeña crecida de 2010 se dragó el Ebro en
varios puntos (126.000 m3) y hoy durante la crecida del Ebro de enero de 2013
se está pidiendo insistentemente que se vuelvan a dragar los mismos puntos.
“Limpiar” el río es tirar el dinero, es un despilfarro que no puede admitirse
en estos tiempos. Y no cabe ya ninguna duda de que dragar cauces y arreglar las
defensas tras cada crecida cuesta más dinero que indemnizar las pérdidas
agrarias.
En segundo lugar las
“limpiezas” son contraproducentes, ya que pueden provocar numerosos efectos
secundarios muy negativos. Los solicitantes van cada vez más lejos y llegan a
demandar “limpiezas integrales” de ríos enteros para evitar cualquier
inundación, dragados profundos del cauce en toda regla. Los efectos, tanto si
se ejecutaran estos dragados como si se practicaran “limpiezas” locales
repetidas sobre un mismo tramo, serían rápidos e implacables: erosión
remontante, incisión o encajamiento del lecho, irregularización de los fondos,
descenso del freático (con graves consecuencias sobre la vegetación y sobre el
abastecimiento desde pozos), descalzamiento de puentes, escolleras y otras
estructuras, muy probables colapsos si el sustrato presenta simas bajo la capa
aluvial, etc. En suma, los daños pueden ser mucho más costosos que los bienes
que se trataba de defender con la “limpieza”.
La falsa percepción de que el cauce se eleva
En algunos tramos
fluviales se demandan “limpiezas” porque consideran que está elevándose el
cauce. Generalmente esos procesos de acreción o elevación del lecho por
acumulación sedimentaria no son ciertos. Sí pueden crecer en altura algunas
barras sedimentarias, que se consolidan con la colonización vegetal. Pero son
crecimientos locales que el río compensa en la propia sección transversal, es
decir, si crece una barra (adosada a la orilla o en forma de isla) la corriente
se hace paso profundizando en el lecho al lado de la barra, con lo que la
capacidad de desagüe sigue siendo la misma.
En ríos de llanura los
ribereños afirman, para justificar las demandas de “limpieza”, que con crecidas
pequeñas cada vez se inundan más campos. Esto no se debe a la supuesta
elevación del cauce, sino al hecho, constatado por ejemplo en el curso medio
del Ebro, de que se inundan terrenos muy alejados del cauce por la presión del
agua desde el freático. Esto es causado por contar con defensas en ambas
márgenes que comprimen el flujo y lo inyectan con fuerza a las capas
subterráneas, de manera que la crecida se expande antes hacia los laterales
bajo el suelo que en superficie. Este proceso es más intenso cuanto más lenta
sea la crecida y encontramos aquí uno de los múltiples problemas generados por
la regulación. En los grandes ríos se juega ahora tanto con la gestión de los
embalses de sus subcuencas que se deforman totalmente las crecidas naturales,
de manera que para evitar que coincidan las puntas de cada afluente se termina
generando una crecida con la menor punta posible (para evitar daños en
poblaciones) pero, en consecuencia, muy larga en el tiempo, tardando varios
días en pasar esos caudales, lo cual es mucho más perjudicial para la
agricultura. Pues bien, estas crecidas tan lentas recargan los acuíferos
aluviales con gran eficacia, generando estas cada vez más frecuentes
inundaciones freáticas de amplias extensiones.
Por la misma causa
antrópica, en casos puntuales y muy locales, y siempre en tramos regulados y
defendidos, el cauce sí puede crecer ligeramente por acumulación de materiales.
Se debe a que se ha constreñido el río con las defensas y a que la regulación
de caudales impide la correcta movilidad y transporte de los sedimentos. Hay
que reflexionar, por tanto: si se quieren mantener los actuales sistemas de
defensa con diques longitudinales habrá que aceptar ciertas consecuencias, como
que la carga sedimentaria no pueda expandirse en la llanura de inundación y se
mantenga dentro del cauce. Y si se quiere tener embalses reguladores, cada vez
más y mayores, habrá que aceptar la abundante vegetación que favorecen en los
cauces aguas abajo. En suma, si hubiera más crecidas naturales la vegetación
crecería menos y los sedimentos se clasificarían mejor, y si retiráramos las
motas se distribuirían más los sedimentos lateralmente. Pero la propia invasión
humana del espacio del río y el empeño por regular y controlar los caudales han
sido las causas de que los cauces estén en permanente ajuste frente a los
impactos que sufren y presenten unas características que hoy se consideran
negativas cuando llegan los procesos de inundación.
La limpieza la hace el río
Y es que son
precisamente las crecidas fluviales los mecanismos que tiene el río para
“limpiar” periódicamente su propio cauce. Y el río lo hace bien, mucho mejor
que nosotros, tiene centenares de miles de años de experiencia. El sistema
fluvial es un sistema de transporte y de regulación. El cauce sirve para
transportar agua, sedimentos y seres vivos, y con su propia morfología diseñada
por sí mismo, y con la ayuda de la vegetación de ribera, es capaz de
auto-regular sus excesos, sus crecidas. Este sistema natural es mucho mejor y
más eficiente que el que hemos creado con los embalses y las defensas.
Deberíamos intentar imitarlo dando mayor espacio al río y regulándolo menos,
dejándole cuantas más crecidas mejor. Todo lo contrario de lo que se está
haciendo con la chapuza de las “limpiezas”.
Las crecidas distribuyen
y clasifican los sedimentos y ordenan la vegetación, la colocan en bandas. Esto
sí que es realmente limpiar, renovar el cauce. También lo limpian de especies
invasoras y de poblaciones excesivas de determinadas especies, como las algas
que han proliferado en los últimos años en tantos cauces. Cuantas más crecidas
disfruten, mejor estarán nuestros ríos.
Sí que podemos ayudar al
río en sus labores de limpieza, simplemente retirando basuras del cauce residuo
por residuo, manualmente, sin emplear maquinaria, o bien retirar madera muerta
de puentes o represas donde haya quedado retenida y pueda incrementar el
riesgo, reubicando esa madera en el interior de bosques de ribera para que siga
cumpliendo su función en el ecosistema fluvial. Estas sí serían buenas
prácticas de limpieza y mantenimiento.
Vamos a ver si por fin
se entra en razón, se dejan de demandar “limpiezas”, se piensa un poco más en
cómo funciona un río y en qué se puede hacer para gestionarlo mejor, y se
buscan soluciones civilizadas frente a las inundaciones, soluciones no de
fuerza contra el río, sino de ordenación del territorio, como indica la
directiva europea de inundaciones. Hay que mirar más allá del corto plazo, porque
inundaciones va a seguir habiendo, las habrá siempre, y las zonas inundables,
por definición, se inundan y se inundarán siempre.
Conclusión final
La “limpieza” es una
actuación destructiva del cauce que no sirve para reducir los riesgos de
inundación y que puede originar graves consecuencias tanto en el medio natural
como en los usos humanos del espacio fluvial. Es necesaria una labor continua
de concienciación y educación para conseguir que las sociedades ribereñas
renuncien a este tipo de acciones y promuevan mecanismos alternativos de
gestión y convivencia con el riesgo.
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